Anoche un perreo me salvó la vida
O por qué no importa el contenido, importa contenerse (o no)
¿Perreaba Jesucristo? Según mi investigación, sí: «Gloria a ti, Padre. El número doce danza en las alturas [...]. Quien no baila no conoce el camino. Amén». Si hacemos caso a este relato gnóstico del siglo II, Jesús cogió la mano de sus discípulos, convocó un corrillo y, como Tony Manero con toga, se colocó en el centro y arrancó su danza sacra. Hasta caer de culo. El doce, por cierto, es el Sol, el mediodía, esa hora de misa donde Dios alumbra con su mayor fuerza. No olvidemos que los primeros cristianos arrasaron con los mitriacos, adoradores de Mitra, el dios solar de Persia. Se reúnen a rezar el día del sol (sunday) pero, cuando se trata de tolerar credos ajenos, van justitos. La ironía es curiosa: el concilio de Laodicea (año 367) prohibió la danza. Los de Toledo lo ratificaron. Los persas, sin embargo, siguieron bailando: se dice que el místico Rumi inventó en el siglo XIII el sema, esa forma de meditación en movimiento destinado a alcanzar el trance, una conexión con lo divino. Los derviches, miembros de la orden sufí Mevlev, siguen su precepto: «Todo aquel que conoce el poder de la danza vive en Dios». George Robert Stow Mead, un historiador inglés un poco cucú, se propuso escudriñar esta movida y concluyó que bailar es, quizás, «la liturgia cristiana más antigua que pueda rastrearse».
¿Y qué pasó después? Resumen breve: el Renacimiento trajo de vuelta la danza como arte —Enrique II le dijo ven’pa’ acá a Catalina de Médici y ella terminó buscando mejores magnificiencias—. Francia se lo tomó muy en serio, aguantando la vela: Luis XIV inauguró la Académie Royale de Danse en 1661 y, justo un siglo después, Jean-Georges Noverre intelectualizó el ballet moderno. María Antonieta dijo que tremendo, que vaya saltos, hermano. Je vais t’envoyer valser. Luego en el XIX llega el ballet romántico y, pese a la decadencia habitual de final de siglo, se presentan los rusos en fiesta, varean rótulas como ramas de olivo y así caen los frutos sagrados: ‘Giselle’, ‘El lago de los cisnes’, ‘El cascanueces’, etcétera Y en el XX, pues lo mismo: los dorados años 30 ponen de moda el tap (claqué), gente como Alvin Ailey se dejan la vida en la dancefloor —pese al racismo, los negros siempre bailarán mejor—, y así llegamos a las despendoladas noches en el Soho como abuelo del raveo moderno. Por supuesto, estos cinco siglos no importan un colín sin el sandungueo puertorriqueño. Como nunca jamás diría Emma Goldman, «si no puedo perrear, no es mi revolución».
No hace falta ser teólogo. Mucho menos historicista. El musicólogo Curt Sachs —padre del método Sachs-Hornbostel— sabía que bailar es el salvoconducto «para acceder a otra dimensión», ya tuviéramos las manos llenas de vello e hiciésemos hu-hú o sostuviéramos una palma ajena ante coreografías ensayadas mil veces. «If you do not dance, we will know you are a fool. But if you dance, we will think well of you for trying», recuerda el escritor Robert Fulghum. Eso sí, el cubata en la barra, por favor te lo pido, que al final acaba por todo lo alto estampado en la espalda de algún inocente.
Yo tardé muchísimo en entender todo esto. No fue hasta 2023, si bien fui identificando lo que un paranoico llamaría pistas: en 2019 cae en mis manos el libro ‘Anoche un DJ me salvó la vida’, de Bill Brewster y Frank Broughton, dos discjokeys que van por el mundo como Silver Surfer. La traducción deja bastante que desear, por cierto. Voy leyendo y me estampo con ‘Da cven vicekvet’, de Levan Akin, que tradujeron como «Solo nos queda bailar». Pues sí, hijo mío, menudo peliculón rodaste. Pasan los meses y Maluma me da 500 millones de razones para, como mínimo, echar un ojo a la cadera. Poco después Thomas Vinterberg ya dijo a tomar por culo, yo solo quiero estar chill de cojones, y estrena ‘DRUK’, su tratado sobre perder el control con un Mads Mikkelsen bailando igual que un giróvago. Y finalmente tropiezo con ‘Renaissance: A Film by Beyoncé’, el retorno religioso al principio nuclear, a Guglielmo Ebreo y toda esa recua de artistas hasta el corvejón de vino gracias al noble arte de la «destilación, sublimación y cristalización».
Volvamos a ese 2023. «Co, el reguetón ha hecho mucho por la humanidad», me dijo, mirando como se dicen las cosas serias, Jonathan Prat. Serían las dos de la mañana. Sinceramente no me acuerdo. Muchos hablando y pocos escuchando, eso pasaba. Gente pasándoselo bien y gente aguantando la copa, on the rocks. Entonces me acordé de aquella máxima: «algún día te arrepentirás de todas las cumbias que no bailaste por andar de roquerillo». Y empecé a, bueno, dejarme llevar, a oscilar al ritmo, esas cosas. La autocensura tardó poco en llamar a la puerta, como es obvio: no caigamos en la idiotez, no seamos el Forrest Gump que un día comenzó a moverse y nunca decidió parar; en la mesura está la virtud, sobre todo en la mesura de respetar a los demás. Y paré. Como se paran los concursantes de ‘El juego del Calamar’ cuando muere la música. Luego va y me dice el amor de mis amores, «si es que a ti te gusta bailar, y se te da bien, no sé por qué no te apuntas conmigo». Bueno, mi vida es hacer masking, amiga, bailar estaba prohibidísimo en mi cabeza. Aunque me flipe.