El individualismo es fascismo.
El yo es autoridad militante, el yo gobierna sobre el resto, el yo es patria y bandera de una región expugnada. Por desgracia, esa conquista está hinchada artificialmente por la inseguridad y el miedo.
¿Inseguridad por qué? Por una especie de principio de incertidumbre: parece que solo podemos sentirnos bien cuando estamos definiendo cómo nos sentimos. Una cuantificación operacional. ¿Y miedo por qué? Porque si no pienso en mí, ¿quién lo hará? Si no protejo mi individualidad del carpet bombing mercantil, ¿qué me queda? Bastante tengo con sortear ese campo de minas que es la expectativa tácita ante la saturación de estímulos.
Hablemos de soledad. Corea del Sur vive una crisis de nombre curioso, godoksa: personas que viven y mueren solas, con el consiguiente problema de salud pública. El 4% de su población está siempre sola. Allí no quieren tener hijos, ni parejas. Aquí tampoco: no teníamos una tasa de natalidad tan baja desde la Guerra Civil. ¿Para qué, para entrar en riesgo de pobreza? En Japón, el karōshi, o muerte por exceso de trabajo, encierra una problemática compartida. Al fenómeno análogo lo denominan kodokushi o dokkyoshi (literalmente “muerte por vivir solo”). En ambos países, los intentos de suicidio no han hecho sino dispararse: a mayor soledad, mayor autodestrucción. Por eso Groenlandia derrite los baremos.
Pero solos estamos bien. Planificamos sin falla, estratificamos la realidad y no la discutimos. No podemos aspirar a más: todo es más caro en sociedad —esta es una falacia grave, como veremos más adelante—. Y más agotador. «Rodeado de gente me siento solo. Para eso, un perro», escuchaba ayer.
Mucho del nuevo cine habla del yo. Cartografiar las emociones es difícil. Ya lo hicieron los griegos aunque de los griegos hace mucho. El yo no pertenece a ninguna academia, es fútil intelectualizar y jerarquizar algo tan viscoso como es, dicho de manera apresurada, la canonización de lo que siente cada uno. Si me etiquetas, las zarandeo como un animal recién duchado. Yo no soy tú. Ni quiero que tú seas yo. ¿O sí?
La segunda mitad del siglo XX moldeó la subcultura, entendida desde un marco antropológico como la pertenencia a un grupo. Las tribus urbanas nos ayudaron a configurar y perfilar ideologías, simbologías y pensamiento abstracto en lo concreto. Después se contrastó una verdad incómoda: muchas personas, a lo largo de sus vidas, pivotan y saltan como ardillas de una a otra de esas heteronomías: heavies, góticos, bakalas, hipsters, otakus, cumbieros, raperos, geeks, hackers, punks, furros, E-girls, criptobros, tradwives…
Estábamos deseando ser libres y ser aceptados, a la vez.
Una nueva realidad agita la coctelera, mezcla y subvierte y hoy me pongo unos tenis con joggers color tiza pero mañana botas con taconazo y el viernes ya tengo claro que voy de chándal y sudadera 4XL. Y eso es gloria bendita porque derriba imposiciones intelectuales. Nos desresponsabiliza, nos permite fluir como merecemos: libres.
Hagamos una pausa: nótese ese tug of war constante entre perseguir la libertad y ser atrapado por distintas formas de dependencia emocional. Ese sentimiento que transforma a todas las personas en cat persons. Aquí hay un problema: la subjetividad perenne nos priva de perspectiva. El trauma dumping, unilateral y no constructivo, anula cualquier conato de diálogo.
El peligro reside en la dificultad de verbalizar el yo sin caer en la autoindulgencia. En proyectar una versión pacífica —y aún combativa— del nosotros. Acercar tanto la cámara suele generar un punto de singularidad: podemos interpretar una obra como narcisista y a la vez como hiperempática. ¿Por qué? Porque reverberan sobre el yo.
Volvamos al cine. Rodar es tomar decisiones. Y, cuando filmas algo, ya lo has convertido en una forma de verdad, de tu verdad. Es un ejercicio político absoluto. Puede estar influenciado por el genio del azar, algo con lo que Albert Serra coquetea, —y, más precisamente aquí, las consecuencias responden a las no-decisiones— o puede ser resultado de estilemas estrictos, del escalpelo más exhaustivo y depurado. En este punto es fácil concluir que Béla Tarr es padre de tantos, porque acaba con el viejo debate del cine directo y la reconstrucción de la realidad capturada: todo se está reescribiendo constantemente.
Y el nuevo cine español lo entiende que da gusto: