Mozo dominguero #11: Ryan Adams - Heartbreaker
La fina línea que separa al genio del fraude se hizo más fina que nunca en el primer disco de Ryan Adams. Nuestro genio, nuestro fraude
Autor: Ryan Adams
Título: Heartbreaker
Año: 2000
Género: Alt-country
País: Estados Unidos
Discográfica: Bloodshot
Una de las tareas más complejas para el crítico cultural es la diferenciación entre el genio y el fraude, entre la mente privilegiada y el estafador. Antaño tal diatriba no existía, o como mínimo planteaba dilemas menos exigentes. Velázquez, por ejemplo, fue un genio bajo cualquier consideración posible, pero también fue un genio que operó en un ecosistema cerrado y controlado donde existían criterios sobre lo que era arte y lo que no. Durante siglos, el arte no estuvo en disputa. Su definición llegaba dada de antemano.
Como en tantos otros aspectos sociales, económicos y políticos, el siglo XIX lo cambió todo. Cuando Édouard Manet presentó su Almuerzo sobre la hierba en el salón celebrado anualmente por la Academia de Bellas Artes causó a un tiempo espanto y rechazo. El cuadro, poco controvertido desde nuestra mirada contemporánea, representaba una amenaza para los cánones clásicos fijados por la academia francesa. Manet tuvo que presentarlo en el Salon des Refusés, una sala de exposición consagrada literalmente a las obras "rechazadas".
¿Era Manet un genio o un provocador? Hoy es sencillo resolver el dilema, pero en 1861 no lo era tanto. El arte parisino también operaba bajo una serie de normas e ideas fijas cuya transgresión sólo conllevaba problemas. Al hablar de las vanguardias hablamos en realidad de un grupúsculo de artistas e ideólogos empeñados en romper los corsés autoimpuestos por las academias y por el público bajo ellas educado. Siguiendo la lógica de toda revolución, este proceso condujo primero a Duchamp y después a The Monks, una continua radicalización.
En el camino, distinguir entre arte y bufa, entre genio y fraude, se hizo harto complejo, cuando no imposible.
Esto es algo especialmente evidente en la música, la manifestación cultural más sencilla, barata y popular de cuantas haya producido el ser humano. El "pop" redujo las barreras de entrada hacia el arte, habilitando a cualquier bala perdida de Liverpool a componer sus canciones y entregárselas al público. Ya no necesitábamos rígidas academias donde los artistas del futuro serían educados con firmeza; ya no necesitábamos finos salones para fijar cánones. El arte, al fin, podía brotar de cualquier esquina desdichada del planeta.
El siglo XX introdujo una libertad casi ilimitada para la creación, pero también derribó las herramientas analíticas que las academias, en su pudor reglamentario, habían creado. Sin referencias, ¿qué podríamos decir de alguien como John Lydon? ¿Era arte aquello que pretendía transmitir Sex Pistols? ¿Eran sus componentes algún tipo de artista? ¿Guardaban sus canciones algún tipo de genialidad? Al contrario que el retrete de Duchamp, Never Mind the Bollocks no ha resuelto estas preguntas medio siglo después. Su categoría de arte sigue en disputa.
Dicho de otro modo: vivir la música pop —entendida como el amplio abanico de géneros y manifestaciones musicales alejadas del clasicismo y de la academia— obliga a toparnos con un Manet en cada esquina, en cada poro. Con artistas que son un ejercicio de sombras y espejos en sí mismos, indescifrables, tan berzas y destalentados como brillantes.