Mozo dominguero #43: Mercromina - Desde la montaña más alta del mundo
Hay discos que llegan a tu vida sin que sepas muy bien por qué. Y en ocasiones no hay que buscar respuestas: solo abrazarlos sin condiciones
Autor: Mercromina
Título: Desde la montaña más alta del mundo
Año: 2005
Género: Shoegaze
País: España
Discográfica: Subterfuge
Hace unos días uno de mis mejores amigos tuvo a bien regalarme 'Vida de un Pollo blanquecino de piel fina' el libro de Andrés Perruca sobre las "industrias, andanzas, inventos y artefactos en los márgenes" de El Niño Gusano, grupo al que perteneció. Mi amigo, quien me introdujera a El Niño Gusano hace ya muchos años, lo describió así: "Digamos que se trata de todo aquello que nos debía haber sido narrado en primera persona, y en parte vivido, y que ahora nos es revelado. Por sorpresa. De repente, tarde y bien".
Ambos somos de Zaragoza, y él comparte un vínculo familiar con Sergio Algora, cuyo fallecimiento nos atravesó por sorpresa en el verano de primero de carrera, mientras aún estudiábamos juntos. Habíamos hablado muchas veces de El Niño Gusano y de La Costa Brava —lo hacíamos constantemente— y también habíamos planificado en muchas ocasiones un encuentro con Algora, mente pensante de aquel gigantesco circo luso, maravilloso e incomprensible. No hubo tiempo. No nos lo pudo narrar en primera persona.
Aquellas eran historias que no nos pertenecían como generación y que por tanto debían ser transmitidas oralmente, de voz a voz, como ahora hace Perruca. Nosotros, nacidos en el último aliento de los ochenta, tuvimos que bucear en las profundidades de los noventa sin guías. El maremoto de grupos y sonidos que definió "la escena indie" nos era ajeno pero nos emocionaba. No lo vivimos pero sí lo sentíamos. Había una enorme disonancia emocional que, en nuestro anhelada conversación con Algora, aspirábamos a aliviar.
Caímos en muchos grupos de aquella década, diría que en todos, y muchos de ellos nos llovieron del cielo, sin orden, concierto o contexto que los explicara. Recuerdo aquellos años de exploración y descubrimiento con especial emoción. Eran tiempos de juventud e ingenuidad, y a cada hallazgo le sucedía un pálpito, la sensación de estar abriendo una caja de pandora repleta de tesoros y maravillas. No importaba que no conociéramos su procedencia, su origen o su lugar en el mundo. Solo importaba lo que nos hacían sentir.
Siempre he creído que la música ofrece refugios mucho más cálidos que otras artes. Tiene una cualidad carnal, inmediata, de la que el cine o el arte contemporáneo, más conceptuales, carecen. Y tiene algo que la literatura ofrece solo en segundo plano: emoción pura. Casi nadie acude a sus discos favoritos para aprender, como si lo hace, en buena medida, en sus libros favoritos —aunque soy consciente de que esta es una tesis discutible—. A la música se acude para sentir y para recordar. Para mantener viva una llama o en su defecto su memoria.
Una llama que bien podría llamarse Mercromina.