Una vez que dejan de existir, los grupos de música no son nunca más lo que fueron: son recuerdos fosilizados en la mente del oyente y de sus propios integrantes, recuerdos mediatizados por las experiencias; y transformados quizás por un ligero (o grave) Efecto Mandela. Si eran buenos, queremos que vuelvan, incluso cuando tenemos la experiencia de que podría salir mal. No nos cuestionamos demasiado el para qué volverían, lo atajamos con un “se merecen más X del que tuvieron” y no nos planteamos que, en realidad, lo que queremos es recuperar no sus canciones, sino los trozos de vida que perdimos/metimos/dejamos en ellas.
Como oyentes, muchas veces esto cuestiona hasta su función como artistas: cuando se cerró El Amigo de las Tormentas (1994) y Surfin’ Bichos desaparecieron para siempre consumidos por su propia quimera (“no puedo hacerlo solo / hazme una señal”), se acabó una carrera inmensa pero se abrieron varias estupendísimas, a ratos con discos tan buenos o mejores que la banda original. Y también discos no tan buenos, claro, pero de eso se trata la música, el arte: de no dejar de buscar(se) y de meterse hostias en el ínterin.