El otro día estaba viendo los The Game Awards. Ya, yo qué sé. Pero quería aguantar hasta mi momento favorito: el The Game Awards Orchestra Performs Music from Game Of The Year 2024 Nominees at The Game Awards 2024 —la redundancia es algo muy común en la industria del videojuego—. O, lo que es lo mismo, un mash-up donde engarzan los motivos principales de los cinco finalistas a mejor juego del año. Y volvió a pasar: hashtag-flute-guy. Otra vez, la flautita de los cojones. ¿Quién era ese señor cangrejo tocando como si le fuera la vida en ello?
El meme es mítico y se remonta a una compleja interpretación del shinobue en los Game Awards de 2022. Desde entonces, el propio músico ha sabido capitalizar esa viralidad. Flute Guy es Pedro José Eustache Vilane, natural en Caracas (Venezuela), de raíces haitianas y nacionalidad norteamericana. No pienso lastraros con la montaña de másteres, menciones honoríficas, galardones y desmayos que lleva acumulados a lo largo de su carrera. Salve puntualizar que Pierre-Yves Artaud y Aurèle Nicolet fueron sus profesores, Charlie Haden y James Newton sus compañeros de estudio y que Spielberg lo citó personalmente para trabajar en varias bandas sonoras, aunque yo prefiero los floreos de ‘Kung-Fu Panda’. Un cristiano evangelista que te hace un pífano con un par de bolis. Un tipo sencillo que siempre responde a los mails.
Como amateur del oficio, he pasado demasiados años diciendo «pero una cosa es el músico y otra el que lee la partitura». Luego matizaba, «no es lo mismo componer que interpretar». Un ababol de manual. La vida ha querido golpearme duro y ahora tengo hijos matrícula-de-honor en piano, saxo y violín, si bien no componen ni una sola nota. Aún. Y claro, cómo mantener mi postura de adolescente descreído frente a la mirada vítrea de mis dulces púberes. Sin embargo, eso no cambia una máxima: a cada poco sigo escuchando ese adagio: que cualquier compositor es más valioso que el más valioso de los intérpretes. Que si Sufjan Stevens se graba orinando posee méritos adicionales sobre cualquier tipo que haya dedicado diez años de su vida a ejecutar ‘Gaspard de la nuit’. Y ya no soy yo, ojo, son ellos.
Con el paso de los años, todo alumno que siga con el martirio del conservatorio habrá de especializarse por alguna de estas ramas: o los fundamentos de composición o los de improvisación. Ambos están componiendo; uno bajo reglas estrictas —que después deconstruirán cuando toque trabajar el serialismo, micropolifonía y otros ruiditos de los que le molan a Ferraia—, otro bajo reglas armónicas más intuitivas que explicativas —los de jazztamos dando la turra—. Para el caso es lo mismo. Y todavía queda un matiz: cómo recompones mientras interpretas. Es muy obvio, me consta, lo siento. Necesito que nos detengamos en la minucia.
Hay un concepto denominado tendencia y resume una serie de decisiones en articulación, expresividad, tempo e incluso variaciones en la afinación. La tendencia en el romanticismo era la de romantizar las composiciones. Increíble aporte. Por eso Liszt rescató decenas de obras tirando a aburridas y las arregló. No estaban rotas, solo cogiendo polvo tras un siglo de ostracismo. Luego llegarían los impresionistas franceses y dirían «mucho lirili y poco lerele», o cualquier cosa que dijeran los franceses1. Es famoso el temple jocoso de estos eruditos que ya no se inclinaban ante la belleza de Hipocrene sino ante el olor de… ¿los cruasanes? El intelecto racional. Y de aquí, a las pedorretas nacionalistas durante el XIX, a Wagner inventándose el lore para un puñado de burgueses acomplejados y ale, a liquidar asquenazíes.
Este accidente transcurre en paralelo a nuevo fenómeno, una especie de efecto rebote: el apogeo por la cultura de la acreditación. Citar a los responsables en localización, mencionar ilustradores externalizados, responsables de catering, etc. Nada más lejos: solo tienes que desenvainar un vinilo para contrastar que aquellos cartones siempre fueron el testigo vivo de todos los implicados en la producción. Una costumbre que se perdió con, una vez más, el puto Spotify. Los intérpretes son carne de cañón. Pero también son el cañón.
Volvamos a Pedro Eustache. He estado revisando el grueso de su repertorio. No podéis esperar menos de mí siendo fan de John Zorn, alguien que trata la creatividad como IlloJuan. Y puedo confirmarlo: Flute Guy es el virtuoso vivo más versátil que he escuchado. Interpreta más de 600 tipos de aerófonos —instrumentos de viento dicho en nerdo— de diferentes lugares del mundo. En su periplo vital ha construido más de mil y ha colaborado en más de 2000 grabaciones profesionales. ¿La melodía oscilante de ‘Dune’, esa que te ponen para el pilates o para fregar los cacharros? Se lo debe todo a él. No la ha compuesto pero nadie sabe interpretarla mejor.
Literalmente, esta ha sido una constante a lo largo de su carrera. Shakira grabó ‘Suerte’ con una zampoña que no existe, humanamente imposible de interpretar en directo. A la hora de la gira, Eustache construyó su versión alterando la estructura original. Y listo. En serio, puedes verlo en Saturday Night Live. Estudió con Ravi Shankar piezas que los indios tardan décadas en perfeccionar. Como Shankar falleció a pocos meses de conocerse y nadie le dijo cómo iba la vaina, tuvo que construir varios duduk basándose en principios acústicos. Pero antes tocaron juntos en el 'Concert For George' dedicado al Beatle. Ahí conoció a Paul McCartney y le pidió colaborar en 'Growing Up Falling Down'. Y, de ahí, a Hollywood. Y es que toca instrumentos que muchos flautistas egresados no pueden ni saben tocar. John Williams o Stevie Wonder lo tildaron de “Maestro", máxima designación que puede atribuírsele a alguien en entornos académicos.
Porque crear no está restringido a los maestros —es más, crear está sobrevalorado—. No hace falta ser artista si no es lo tuyo. Como decían Los Punsetes, «será mejor no intentarlo, no intentarlo será mejor». A cada cual su pan desnudo. Y tengamos en cuenta que mucha de la música que escuchamos es música muerta, reinterpretada, reformulada. Miles y miles de horas transcritas por sesionistas a sueldo o simplemente recodificada en sampleos. Y entretanto llega la Inteligencia Artificial, llegan plataformas y herramientas como Udio, como Suno. Y, en torno a ellas, jenios brotando con ideas de montar una banda de chicas, un sello discográfico fantasma, una distri basada en el cooperativismo (sic.). Porque claro, con solo pulsar un botón ya tienes la canción. Nueva, impoluta, pegadiza, bien arreglada, en distintos formatos y enlaces para compartir. ¿Ahora qué?
Nada nuevo: los pianistas de salón fueron sustituidos por la pianola, sistemas neumáticos equipados con cilindros de papel perforado. Los intérpretes no cambiaron de oficio, no en su mayoría. Llegó el jazz y mató a la pianola. Luego la Gran Depresión los mató, económicamente, a todos. Y los que quedaron pronto se formularon una pregunta: ¿qué pasa con los derechos de explotación por la propiedad intelectual? Si esa música tenía autores, tocaba fiscalizarla. Luego vendría el fonógrafo, la radio, la primera muzak y todo lo que entendemos por ambiental o situacional. Música que volvería a gozar del mismo privilegio: coste mínimo, rentabilidad máxima.
Vivimos en una permanente dualidad: queremos creer y queremos crear. Parir a Pinocho y hacer leña con él en cuanto apriete el frío. Sabemos que los regurgitados de la IA, por fantásticos que sean, representan la verdadera muerte. Algo hemos aprendido: hoy día, pianos como el Yamaha Disklavier o el Stenway Spirio son una curiosidad circense, no una posibilidad real. Nos avergüenza reconocer que, tras ese maravilloso impacto de «esta app hace mejores temas de Carolina Durante que los propios Carolina Durante» solo queda el cadáver de unos bits. Bits que no piden cuentas.
Hace poco viajé unas semanas a Irlanda y recordé que nosotros, los españoles, también gozamos durante décadas de música en directo, en calles, bares y verbenas. Hasta que buscamos alternativas más baratas, más rentables. Y hasta que agachamos la cabeza ante salas que se quedan el 30% del merchandising de la banda y el 45% del beneficio por entradas. Entradas ya gravadas por una plataforma que ha inflado el coste otro 50%. Eso sí, el seguro de prevención, a una subcontrata low-cost. Y eso si curras con una major, de lo contrario ni lo intentes o un puñado de triquiñuelas coercitivas te arrastrarán al punto de partida.
Esta industria lleva siglos siendo víctima de una precariedad circular. Doy por sentado que falsas bandas creadas con IA aterrizarán en festivales y generarán un movimiento de oposición. Irás al cine y verás una peli ambientada por una IA, comprarás un videojuego musicado por otro algoritmo modal. Así se promocionan estos servicios: «crea canciones libres de derechos». El dinero tendrá la respuesta a una batalla que siempre termina hablando de costes y rentabilidad.
Porque ¿es útil volcar diez años a interpretar a la perfección una pieza muerta como ‘Gaspard de la nuit’, una de las favoritas por los constructores de pianolas hacia 1910? La respuesta la tiene Pedro Eustache. Si él está tan flipado con la flauta, es porque tiene sobradas razones para estarlo. Mi recomendación: igual que hemos idealizado los enfermizos entornos laborales del mundo gastronómico, ese porno audiovisual de primeros planos para primeros platos, sugiero ver más documentales como ‘Pianoforte’. E intentar comprender, así, por qué esos chavales recorren 8.500 km para tocar, uno detrás de otro, la misma pieza de Chopin frente al mismo piano durante una media de siete horas al día durante una media de ocho meses al año. Un desempeño vital que muchas veces se resuelve con un simple «ok, el año que viene lo harás mejor». Pero de eso va ser seres humanos, ¿no?
Cosas como “colaboré”
Simplemente genial. Gracias.