Canela Party: crónica de una reconciliación con los festivales de música
Todo estuvo bien incluso cuando una ventolera apocalíptica amenazó con desmenuzar la última jornada de festival
Recuerdo con nitidez el momento en el que decidí no regresar jamás al Primavera Sound.
Corría el año 2017 y Preoccupations tocaban en uno de los pequeños escenarios del Fórum. El ambiente era frío, como correspondía al grupo, y yo contemplaba el romo espectáculo cerca de las barras. En ese momento apareció un grupo de personas de aire carnavalesco: purpurina por la cara, vestidos sesenteros, telas vaqueras, gafas de sol estrambóticas. Miré a mi alrededor, miré lo que quedaba de programación, miré la tabla de precios de la barra y llegué a una conclusión nada reconfortante. ¿Qué hacía ahí y por qué había pagado tanto dinero por estar allí?
El PS no tardaría en convertirse en una parodia de sí mismo anunciando a bombo y platillo "la nueva normalidad", un giro estético y moral hacia la música urbana, por aquel entonces elevada a los altares de "lo popular", nueva medida de todas las cosas en los círculos intelectuales de Barcelona y Madrid. El movimiento tan sólo revestía de tactel una decisión comercial iniciada años atrás con la apertura de Mordor o la promoción de grupos como The Strokes a la parte noble del cartel. El PS quería gente, mucha gente, antes que música interesante.
Aquella visión emborronada de purpurina y litronas a 12€ puso fin a mis seis años de asistencia consecutivos al que había sido mi festival favorito. Un BBK por aquí, un Low por allá y mi relación con los macrofestivales se terminó.
Durante un tiempo achaqué mi desinterés a la edad. Cruzado el umbral de la treintena y felizmente establecido laboral y emocionalmente, ¿qué podrían ofrecerme a mí eventos pensados para el hedonismo donde la música es un mero acompañamiento de fondo? No compensaban los gastos, las colas, las esperas, la pésima calidad de sonido, los dos o tres grupos que sí me haría ilusión ver, la sensación de estafa y redundancia.
Si aquello era pasarlo bien, yo no sabía pasarlo bien.
*record scratch*
*freeze frame*
Yep, soy yo otra vez. Es 2023 y me lo estoy pasando bien, muy bien, en un festival. En el Canela Party, para ser más exactos.
Lo primero que debo aplaudir del Canela es la ausencia de gente. O mejor dicho, la ausencia de gente potencialmente presente. Desconozco el número de asistentes al evento, pero la sensación que dio el recinto —una amplia explanada junto a la plaza de toros de Torremolinos— fue de infra-aforo. La organización podría haber metido a mucha más gente allí dentro, y sin embargo había decidido no hacerlo. El acceso era sencillo y poco traumático; las esperas en baños y barras, limitadas; el volumen de gente en los conciertos, manejable. El festival se había propuesto ser compatible con la vida humana. Como encontrar agua en el desierto.
Estos y otros asuntos pueden parecer menores, pero en eventos concebidos y promocionados como experiencias de ocio totales son importantes. Como también es relevante mencionar lo contenido de los precios en barra —copa a 8,5€, cerveza a 4€— o la nula contraprogramación de los dos escenarios —los grupos se turnaban, de modo que no tenían que competir entre ellos ni por el público ni por el sonido—. Incluso el diseño espacial del festival me pareció inteligente, tanto por la disposición de las barras como de los escenarios como de la zona de comida + DJ.
El vibe, algo sobre lo que se sustentan o sustentaban buena parte de los festivales de música, era perfecto. Un grupo de gente amplio pero familiar —las caras eran reconocibles día a día, podías *encontrarte* con tus amigos fortuitamente sin trazar complejos cálculos logarítmicos mediante fotografías y ubicaciones en tiempo real— reunida con dos objetivos: pasárselo bien (hooray!) y disfrutar de la música. En mi experiencia reciente, los festivales tenían un único propósito —pasárselo bien—, por lo que la mejora era significativa.
Al fin y al cabo lo que nos reunía ahí era la música. Y qué música. Al lío.
Miércoles: hablemos de gente agotada
No tenía el placer de conocer a Nilüfer Yanya más allá de las vagas referencias proporcionadas por uno de mis amigos, así que me sorprendí gratamente durante sus dos primeras canciones. Había en ellas más energía y sensualidad que en la mayoría de cantautoras contemporáneas que acuden al caladero de los noventa. El hechizo duró poquísimo: pasados diez minutos el concierto se estancó en un tono monocorde y aburrido, tan sólo interrumpido por una versión desnuda de 'Rid of Me'. Ok, pero necesita mejorar.
El plato fuerte de la noche eran Panda Bear & Sonic Boom. Su asombroso Reset fue uno de nuestros discos favoritos del año pasado, y su concierto meses atrás en Madrid una experiencia catárquica. De febrero a agosto, no obstante, median muchos meses, muchos viajes y muchos conciertos. La sensación de agotamiento e imprecisión fue clara desde el primer momento: Sonic Boom llevaba las canciones más aceleradas de lo habitual y Panda Bear cantaba más exaltado. Ambos, en general, estuvieron menos finos, más salvajes que en sala.
¿Fue esto un problema? No. Ese punto imperfecto y destartalado les sentó bien tras el concierto algo plomizo de Yanya. Al día siguiente todos mis amigos que aún no habían tenido el placer de conocerles estaban emocionados con 'Gettin' to the Point', lo cual es el mejor testimonio de su actuación.
Jueves: esta gente es de verdad
Llegamos desde Fuengirola —estupendo Cercanías— con algo de retraso, por lo que pillamos el concierto de Dry Cleaning ya iniciado. Hay grupos que crecen conforme más les conoces y Dry Cleaning no es uno de ellos. Mi sensación desde la distancia emocional a la que me arrastraron en su concierto es la de un grupo que se cree muy inteligente pero en realidad es simplón. Ideas a medio cocer escondidas bajo capas de ruido, todo lo contrario que Sonic Youth; letras que no respaldan tanta pose, que cantaba Kase O. En directo las costuras son más claras.
La programación, no obstante, estaba muy bien tirada: Dry Cleaning abrieron el ciclo de grupos-británicos-que-sin-duda-pertenecen-al-club-de-lectura-de-Slint-aunque-ninguno-de-ellos-suene-ya-demasiado-a-Slint. Primera parada: Black Midi. Ataviados con una camiseta del Betis y presentados a modo de púgiles de boxeo, Black Midi desplegaron a lo largo de una hora larga un arsenal de vicios y virtudes sencillamente apabullante. Hacía mucho tiempo que no estaba en un concierto tan extremo, tan noqueante.
Hubo dos clases de reacciones frente a aquel espectáculo: o la incomprensión y por tanto el espanto o la maravilla y por tanto la estupefacción. Me cuento entre los segundos. Admito que me cautivaron los trucos de prestidigitación, los incontables cambios de ritmo, el virtuosismo exagerado y en ocasiones exhibicionista. Todo lo que hace de Black Midi un grupo brillante y ombliguista, en ocasiones exasperante, funcionó sobre aquel escenario a las mil maravillas. Fue una experiencia catárquica, de difícil réplica para cualquier otro grupo por los postulados ensimismados y pluscuamperfectos de su técnica.
Abandoné el escenario aturdido, tratando de encajar las piezas de aquel puzzle inasible que había contemplado. No tuve mucho tiempo para hundirme en la fascinación porque a los pocos minutos comenzó Shame. De algún modo, Shame es el reverso luminoso de Dry Cleaning: un grupo que parece muy tonto, muy berzas, y que sin embargo esconde cosas inteligentísimas. Su concierto tuvo mucho de aquello: post-punk-hooliganesco —el cantante se pasó todo el concierto sin camiseta— pero también retazos de delicadeza y sensibilidad entre tanta jarana. Todo el mundo se lo pasó muy bien, y era lo que se les pedía.
Mi cierre del día llegó con el grupo que más me ha obsesionado durante los últimos meses: Squid. No fue un concierto abrumador, como el de Black Midi, y en cierto modo es mejor así. O Monolith es un disco complejo y cargado de matices, prácticamente intrasladable al escenario de un festival. Squid perdieron contundencia en favor de una delicadeza, una riqueza de capas y una sensibilidad sorprendentes. Su concierto, lejos de la histeria a la que se someten en sus discos, se aproximó más al ejercicio de cámara que a la explosión volcánica, e incluso canciones como 'Narrator' ganaron elegancia.
No es la clase de experiencia que uno espera de Squid, pero sí es una experiencia a) fantástica y b) que les abre unas compuertas creativas muy prometedoras. Sabíamos que Squid era el grupo con más rango de registros y tonalidades de su generación, y el concierto no hizo sino confirmar su casi infinita panoplia de recursos.
Viernes: eres tú, John Dwyer, o soy yo
Arranque impecable de Porridge Radio, un grupo para el que me reservaba ciertas sospechas en un festival como el Canela. Por un lado, su jarana se ajusta como un guante a ciertas programaciones heterogéneas y pintorescas tan de moda en ciertos macrofestivales. Por otro lado, las multitudes, las muchedumbres y los escenarios abiertos a plena luz del día no parecen el mejor hábitat para un grupo presto a la exposición emocional. Porridge Radio parecieron entenderlo, y modularon su fragilidad para transformarla en fiesta. "¡Se están divirtiendo!", me repetía entusiasmado un colega fascinado por la intensidad de sus discos.
Primera de cal, primera de arena. No conecté en absoluto con el concierto de Notwist, grupo al que llegué sin información previa. En ocasiones este tipo de conciertos-a-ciegas regalan la vista y el oído hasta enamorar al oyente. Notwist tienen muy complicado captar a la audiencia casual de un festival como el Canela porque su exposición de recursos, sonidos y géneros es demasiado amplia e histriónica. Influyó quizás la suave consistencia de Porridge Radio, pero también la sensación de que ponían demasiados huevos en demasiadas cestas distintas.
Snail Mail tocaba poco después en el mismo escenario en el que Porridge Radio lo había hecho horas antes. Las comparaciones son odiosas en el estudio, donde Snail Mail jamás me han fascinado tanto como al resto de la crítica musical, y en el directo. En su defensa diré que la traslación de sus canciones al escenario fue mimética, casi perfecta: despertaron en mi interior los mismos sentimientos, es decir, ninguno. La propuesta de Snail Mail no funciona ni como concierto intimista ni como recopilatorio de hits, porque tampoco los tiene. Una tierra de nadie que opera sólo como relleno.
Eso sí, aplanaron el camino para la auténtica barrabasada que llegaba a continuación: John Dwyer y la iteración onomástica que este año ha tenido a bien escoger, Osees.
En tiempos de zozobra y revolución siempre es reconfortante abrazarse a lo inmutable. Un concierto de Osees es un retorno a lo constante y a lo certero, a un entorno exasperante y aceleradísimo donde todas las canciones funcionan como una dentellada y donde el grupo se transforma en una apisonadora. Nadie, y subrayo, nadie sonó como Osees en el Canela. Las dos baterías, la multiplicación de los panes y los peces de Dwyer a la guitarra, los teclados víricos… Osees se elevaron por encima del festival, de la audiencia y de sí mismos para caer y aplastarnos.
Las verdades absolutas de Osees, a quienes habré visto unas cinco veces siempre con plenitud de éxtasis, fueron aceptadas con gusto por el público, que se sumó entusiasta al pogo de las primeras filas. La palabra revelada de Dwyer se transformó en fatwa y llamada a la guerra santa cuando introdujo con sorna a 'The Dream': "This is a brand new song". Fue en realidad la canción más antigua de su repertorio, la grapa que ata al pasado y a su presente. Jaleo y destrucción en su inicio, paz interior y agotamiento espiritual en su final. Osees nunca fallan.
"¿Qué puede hacer nadie tras esto?", se escuchó al término del concierto. Nada. Dwyer había dejado un campo en ruinas que Nick Waterhouse intentó reconstruir inmediatamente desde el otro escenario. Nos pilló lejos, agotados, así que lo escuchamos desde la distancia. Nuestra última parada de la noche estaba programada en Biznaga. Sonaron espléndidos y arrancaron como un trueno, ataviados ahora al unísono y en homenaje a The Clash. Biznaga parecen haberse transformado en un grupo más ordenado, más profesional, y el concierto les acompaña.
Sucede que las canciones no, o al menos no todo el rato. Biznaga tiene un puñado largo de buenas canciones pero un fondo de armario aún más largo. El concierto se hizo muy trepidante en su inicio, repetitivo en su fase intermedia y menos triunfal de lo que cabría esperar en su cierre, quizá ya por agotamiento del personal. 'Adalides de la nada', eso sí, tiene todas las papeletas para convertirse en un clímax perfecto, dejando un buen sabor de boca.
Sábado: viento, destrucción y lagartos
En retrospectiva, el viernes era el día más arriesgado del festival, por estar plagado de muchas apuestas y sólo un gran nombre. La organización se reservaba para el sábado la gran traca final, una plagada de bandas nacionales de éxito probado más el grupo del momento. Y todo empezó estupendamente, con La Paloma, disfrazados de camarones, redondeando las canciones ya redondas de su disco debut. Es un grupo que suena guay en directo porque no tiene trampa: lo que son en el estudio, son sobre el escenario, y si conectas con ellos no te van a decepcionar.
Les tomó el testigo Mujeres, otro seguro de vida. Durante los primeros veinte minutos todo fue sobre ruedas. Cada vez había más gente, todo el mundo estaba disfrazado, las canciones de Siento Muerte encajaban como un guante en el contexto del festival —aunque algo aceleradas— y el buen rollo era general, vertical y horizontal. El prolegómeno de una gran fiesta… hasta que varios trabajadores del festival tomaron el escenario por sorpresa, hablaron con Mujeres y señalaron hacia arriba. La pantalla, las vigas y los altavoces se bamboleaban con violencia.
El viento y la amenaza de tormenta, de tormenta veraniega en el Mediterráneo, con todo lo que ello implica, habían hecho acto de presencia. Tocaba desalojar.
El festival se introdujo entonces en la incertidumbre. La organización cerró los dos escenarios y explicó que las difíciles condiciones meteorológicas impedían seguir adelante con los conciertos. Cayó como un jarro de agua fría, pero desde el primer momento me pareció la decisión correcta: si la situación era peligrosa para público y artistas, y es cierto que el viento soplaba muy fuerte, había que minimizar riesgos. No importaba la gravedad percibida, tan solo la seguridad. Y a la seguridad se llega mediante la prevención. Por lo tanto, aplauso para ellos.
Con las prioridades claras, la organización estimó un puñado de horas antes de que la meteorología diera un respiro. La mayor parte de los asistentes salió del recinto y se introdujo en las calles de Torremolinos en busca de un lugar donde seguir comiendo y bebiendo. Muchos terminamos en una peña flamenco situada en las inmediaciones de la plaza de toros. Por allí acudieron las noches previas ávidos exploradores de la noche en busca de raciones baratas y un ambiente peculiar. Aquella tarde, sin embargo, había algo más: un festival flamenco.
La estampa no podía ser más surrealista: decenas de festivaleros disfrazados de mil y una ocurrencias asaltando la barra de la peña mientras los seguidores locales y habituales del flamenco les miraban con recelo. Cualquier conato de ruido sería reprobado ante las finas actuaciones que estaban a punto de comenzar. Se produjo entonces una rara sinergia entre dos mundos opuestos, una comprensión mutua de las necesidades de unos y otros. Los expatriados del Canela guardaron silencio y respeto; los peñistas flamencos, tolerancia y aceptación.
Fue un impás bonito. En el exterior el viento seguía amenazando con arrancar los árboles de cuajo. Mientras buscábamos otro bar en el que aposentarnos llegaron las noticias: a media noche la previsión meteorológica apuntaba a la calma, por lo que el Canela reabriría sus puertas salvando al grupo crucial de la jornada y del festival. King Gizzard & The Wizard Lizard tocarían con retraso y en un slot reducido —ocho canciones—, pero tocarían. Triángulo de Amor Bizarro o lo que quedaba de Mujeres, por su parte, no tuvieron la misma suerte.
Pasaron las horas y la totalidad de los asistentes reaparecieron frente al grupo australiano. El recinto estaba lleno, ahora sí, pero jamás se hizo agobiante. Todos tuvieron espacio para disfrutar a un grupo en plenitud de forma y dispuesto a demostrarlo. King Gizzard arrancaron sin contemplaciones: 'Gaia', 'Mars for the Rich', 'Converge' y 'Witchcraft' como entrantes. Inapelable, en especial estas dos últimas, auténtica columna vertebral de su último disco. Grupo y audiencia se sometieron así a una comunión redentora tras los sinsabores de las horas previas. Todo parecía haber merecido la pena.
La segunda mitad del concierto tuvo algo de heterogénea, como corresponde a un grupo de su naturaleza —de especial extrañeza resultó el momento 'Magenta Mountain', quizá mejor enlazado en un setlist más largo— hasta el cierre, donde regalaron al público uno de sus mayores hitos: 'Rattlesnake'. Decenas de grupos se abalanzaron rápidamente hacia las primeras filas en busca de un pogo acelerado pero afable, más dirigido hacia la celebración mutua que hacia la descarga violenta. Fue un momento muy especial, al que sigo regresando a diario desde entonces —hasta el punto de no sacarme la canción de la cabeza—.
Con tan inmejorable sabor de boca, di por amortizado mi festival. La interrupción por culpa del viento trastocó el resto de la parrilla, colocando a Carpenter Brut después de King Gizzard. Fue como pasar del día a la noche. Carpenter Brut optaron por bajar los sintetizadores y subir el volumen de las guitarras, entrando en un terreno de horterismo rock muy poco favorecedor. Quienes acudimos allí en busca de e-l-f-u-t-u-r-o que imaginábamos en 1983 nos topamos con e-l-p-a-s-a-d-o real y tangible de los peores excesos de los ochenta, agotando la poca paciencia que pudiéramos tener tras el arrebatador concierto de King Gizzard.
Fue allí donde di por muerto mi ciclo de conciertos. Había tenido suficiente y, ante todo, había disfrutado muchísimo. Me escabullí hacia los puestos de comida, devoré una exquisita hamburguesa y rematé el festival en la zona de DJs —al contrario que la noche anterior, no interrumpida por la policía (?)—. No he puesto ni una sola nota a los conciertos, pero sí se la pondré al Canela Party.
Un 10 como una catedral. Hacer un buen festival de música aún es posible. Está en Torremolinos y no pienso perdérmelo al año que viene.